Tienen edades desde siete, nueve y diez años. Visten con ropa rememdada, pantalones sucios, rotos, camisas de colores y cuando hace frío se protegen con suéteres que apenas llegan a darles un poco de calor. En sus píes, sin calcetines, llevan un calzado casi semejante a un niño de un país africano: apenas se ven las agujetas, las suelas desgastadas, deditos que se asoman en la punta, recordando ese comentario irónico en tono de burla: "tus zapatos tienen hambre".
Estos niños y niñas, casi olvidados, llegaron desde regiones y pueblitos de la Sierra de Zongolica, la mayoría con sus madres, mujeres de mediana edad, algunas ya ancianas, que aprovechan las calles, rincones o sitios donde puedan ingeniárselas para vender sus ramos, palmas y artesanías elaboradas sólo en Semana Santa.
Vienen vestidas con su atuendo típico de su lugar de origen, con rebozo, vestidos largos de tonos ligeros, blusas blancas, rojas o amarillas, en la cabeza el cabello sujeta con fuerza dos trenzas para evitar que el viento las desacomode. No pierden de vista a sus hijos, cuando se disponen a elaborar sus ramos advierten a sus vástagos que no jueguen cerca de la calle, que mejor se queden cerca porque van a necesitar ayuda.
Estos infantes apenas empiezan a entender que en la canija vida deben trabajar desde una edad donde apenas empiezan a razonar, ir a la escuela, acostumbrarse a comer tortillas con frijoles, chiles enlatados, y cualquier platillo improvisado que pueda ingerirse en la calle.
No saben cuando inicia el turno laboral, ni cuando terminarán de vender los productos que hacen sus padres. Si llegan a estar en la catedral o en algún tamplo católico, lo primero que se preguntan es para quién es el alboroto, la fiesta, el porqué de ver gente arrodillada, con la mirada hacia abajo, y, en ocasiones, con algunas lágrimas.
Estos "escuincles" —como les llama la gente que tiene qué comer y dar limosna a ellos les parece un detalle para el creador—, ríen y lloran, sufren y gozan, aman y odian. En sus rostros se dibuja una sonrisa cuando se abre un espacio en la jornada del día, ya sea para jugar, ver las aves, quedarse un rato soñando en ese suelo de concreto donde caminan cientos de personas y que ellos desearían que tuvieran un pedacito en su casa de paredes de madera, techo de lámina, donde el piso de tierra les provoca malestar, enfermedades, ser parte de la estadística de los débiles, los pobres.
El día transcurre, el sol quema la piel, gasta la vista, el sudor arde, al mismo tiempo se acomoda con la mugre. La noche es fría, solitaria, sin estrellas en el cielo, sin nubes. Ellos duermen entre los brazos de sus progenitores, cubiertos con cobijas, hules, y al soñar, si es que sueñan, están en otro mundo, el mundo que ellos quieren, el mundo donde hay risas, donde pueden jugar con perros, gallinas, chivos, con esos animales que se volvieron sus improvisados amigos. A la mañana siguiente, inicia lo cotidiano, pero confían en que sólo es temporal este castigo, el castigo de ser débil, de no tener dinero y verse forzados a pedir caridad en la calle.
¿Dónde está el que murió por ellos?